18.9.07

El Rey de la bandera es uruguayo

«EL BANDERAS», como le llaman, llegó a España con lo puesto. Hoy, José Luis es el principal fabricante de enseñas del país. En plena guerra de banderas, los pedidos de la española se han multiplicado por cinco
G. VILLORIA PRIETO
José Luis Sosa-Dias Astigarraga nació en Uruguay hace 49 años. A los 21 dejó su trabajo e hizo la maleta. En el aeropuerto de Montevideo, alguien le dio una pequeña enseña uruguaya y él pensó: «Algún día haré banderas».
Su llegada a España fue dura y áspera: inmigrante sin papeles, vendedor de libros puerta a puerta. Hasta que un día reunió a su mujer y a sus hijas en el salón de su piso madrileño en la calle Canillejas: «Vamos a hacer una bandera española... para probar». Dibujaron los moldes a mano, mezclaron las tintas en la batidora, secaron la tela en el tendedero y fijaron los colores en el horno donde otras veces asaban pollos. Prueba superada. A vender.
Hoy, 20 años después, Sosa Dias S.A. es la tercera empresa más importante del sector en Europa y la única en España que se dedica exclusivamente a la producción de banderas. En su sede de Colmenar Viejo, que abarca media hectárea de terreno, 90 empleados diseñan, imprimen, secan, planchan y cosen unos dos millones de metros de tela al año que se convierten en enseñas coloridas de naciones, empresas e instituciones (más de 10.000 kilómetros de poléster en dos décadas). «Fabrico las del toro sólo por encargo, pero ahí tengo la batalla perdida con la producción China. Eso sí, de bajísima calidad».
Controvertida como en pocos países, la bandera española está más de moda que nunca. Gracias a las manifestaciones masivas en contra de la negociación con ETA, las ventas han aumentado espectacularmente. Sólo en el primer trimestre de 2007, Sosa Dias multiplicó sus pedidos por cinco (37.500 banderas), con respecto al periodo entre enero y marzo del año pasado, en el que se vendieron unas 7.500. Explica José Luis que la demanda siempre sube en primavera: «Es cuando la gente más se manifiesta». A río revuelto...
Mientras el Rojo 186 y el Amarillo 116, únicos colores lícitos para la enseña española, teñían las calles, los mástiles de ciertos consistorios, en el País Vasco y Cataluña sobre todo, se exhibían huérfanos de la rojigualda, ajenos a la ley que les obliga a ondearla. Meses después, muchos siguen vacíos. Es la larga guerra de las banderas.
A Regina Otaola, alcaldesa de Lizartza, no le bastó la intención. Cuando se propuso izar la señera española en el consistorio, descubrió que ni siquiera la tenían. Tuvo que pedírsela al Partido Popular. Cuando al fin pudo ondearla en la fachada, los abertzales la ocultaron bajo una ikurriña desmesurada.
A 424 kilómetros de Lizartza, José Luis, el banderas, recibe -orondo, tierno y bromista- con traje serio y corbata de estridencia multicolor: «Tengo más de 130. Todas, de banderas». Y sobre ellas lo sabe todo. «En Suecia -asegura maravillado- no hay celebración sin bandera. Hasta venden las casas con mastil incluido. ¡Y en España se avergüenzan de la suya! Si llevas una camiseta con la bandera, eres un facha. Franco pasó. ¿Qué les pasa a ustedes?».
Precisamente la mayor bandera española nunca antes izada, la de la Plaza de Colón, en Madrid (290 metros cuadrados, 38 kilos y un mastil de 50 metros), hizo saltar el nombre de Sosa Dias al gallinero mediático. En 2002, defensores y detractores de la enseña nacional le pusieron en el punto de mira. Una emisora catalana de radio llegó a calificarle con desdén como «el uruguayo sin papeles que hizo la bandera de España». El se rie: «También hago la madrileña, la murciana, la de Asturias, y nadie me acusa de ello».
Un haz de luz azulada proyecta el escudo real sobre una plancha de poliester. Junto a ella, José Luis aclara que la bandera de Colón llevaba ya mucho tiempo izada sin hacer ruido: «Las alarmas saltaron en los círculos nacionalistas cuando el gobierno de Aznar quiso homenajearla una vez al mes. Antes había pasado desapercibida».
Delante de la máquina de estampados -inmensa cinta donde la tela entra blanca, se detiene, se empapa de color y corre hacia el horno de secado a 100 grados- José Luis hace una parada retórica para hablar de un tema espinoso: la bandera franquista. «Sí, la fabrico. Soy un empresario y hago lo que mis clientes me encargan. Una bandera es un símbolo cuando se iza. Yo sólo vendo trapos de colores. El uso que les den no es cosa mía. ¿Qué sé yo si van a usar la del aguilucho para una manifestación o una película histórica?». En el almacén de productos terminados, la bandera de Franco y la de Azaña: «Vendemos unas 2.500 de la II República al año. Preconstitucionales, bastantes menos».
El olor de los tintes lo llena todo, se posa en la lengua y acompaña a José Luis dentro del gran montacargas que transporta el tejido húmedo hasta la sección de secado, plancha y enrollado. Al otro lado de la puerta, 18 mujeres cosen sin parar y en el suelo reposan dos sacos toscos y pesados: «Son las banderas de la plaza de Colón. Una vez al mes, arrían una y la sustituyen por otra mientras adecentamos la primera. Nos lleva dos semanas. Dos meses nos costó confeccionar la original. Y dedicamos dos sólo el escudo».
Descomunal y esbelta, la enseña de Colón ondea al viento ajena a la guerra de las banderas. En los talleres de José Luis le curan las heridas. Allí, otras hermanas pequeñas siguen naciendo y conviven silentes con senyeras e ikurriñas, en una paz que se rompe en los escenarios calientes de la política nacional.

El Mundo

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