El Ayuntamiento de Sevilla colocó hace unos días la bandera del Orgullo Gay en lo alto del ayuntamiento. Desde el punto de vista social, es un gran avance, sin duda. Hace menos de cuarenta años, declararse homosexual era delito, y no son pocos los que pasaron por los calabozos de la Dirección General de Seguridad del Estado por este motivo.
Desde la entrada en vigor de la Constitución de 1978 la apertura de la sociedad ante este colectivo ha sido escalonada, pero sin duda exponencial, hasta que en 2005 se aprobó la modificación del Código Civil que permitía el matrimonio entre personas del mismo sexo, una de las demandas históricas del colectivo, un cambio en el que España fue una de las primeras, y que actualmente está siendo realizado por multitud de países (el último de ellos, Islandia). Sin embargo, los avances legales y los sociales no tienen por qué ir siempre de la mano, tal y como dijo Navarro durante el acto de izado de la bandera gay en la sede del consistorio hispalense. Y no siempre los avances sociales, promovidos por las instituciones públicas, se corresponden con la legalidad.
En este caso, y lejos de criticar este aperturismo que personalmente suscribo, es de considerar el hecho de que se coloque una bandera que, si bien es muy representativa de un colectivo, no es oficial, y no existe base legal que permita la acción que el consistorio hispalense ha promovido. Más bien al contrario.
La ley de la Bandera de España establece claramente que la enseña española debe ondear en lo más alto de los edificios públicos. ¿Es legal, por tanto, que se coloque una bandera diferente en la parte más alta del consistorio? Se supone que una institución pública debe representar a todos los ciudadanos que se encuentran bajo su jurisdicción. Es loable el esfuerzo que hace la Junta de Andalucía y el alcalde de Sevilla por apoyar al colectivo (no sin cierto transfondo económico, hay que reconocer), pero, ¿es necesario llegar a usurpar el lugar de la enseña nacional por el emblema de un colectivo? No se trata ya de que sea la bandera gay, pues la crítica sería trasladable si se colocara en su lugar cualquier otro emblema (el de un equipo de fútbol, por ejemplo).
A veces, los políticos traspasan con sus acciones lo que es legalmente asumible, y no cabe duda de que algunos ciudadanos pueden llegar a sentirse molestos. Y en este caso, la fácil justificación de que quienes protestan están en contra del colectivo, tacharlos de homófobos, no es correcta. Como ciudadano sevillano, cualquiera que no pertenezca a este sector de la población podría reclamar que el símbolo que ondea en lo más alto de la institución más próxima que debe representarlo no le pertenece.
Tal vez, en este caso, las políticas deberían quedarse en las acciones sociales, y no entrar en disputas de mástiles y banderas, sobre todo, porque se corre el riesgo de conseguir el efecto contrario, es decir, en lugar de integración y naturalidad, rechazo y marginalidad.
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