23.1.06
Identidad Británica
T. Garton Ash
La bandera colgaba, flácida, de su poste, mientras Gordon Brown hablaba sobre la necesidad de reafirmar la identidad británica en la conferencia anual de la Sociedad Fabiana de Londres, a principios de este mes. A algunas personas, incluido yo, nos resultó desconcertante que la Union Jack ondeara de forma tan destacada, en solitario esplendor, durante una reunión de gentes de centro-izquierda. Es de esperar que la vieja bandera imperial esté a la vista de todos en un desfile del ejército de reservistas o una visita real al Instituto de la Mujer; pero ¿en un encuentro de hombres y mujeres de centro-izquierda, en busca de una identidad británica para el siglo XXI?
La bandera que presidía el escenario del Imperial College de Londres, de aspecto inmaculado y muy oficial (la examiné de cerca), era un préstamo y una sugerencia del Tesoro de Su Majestad, y su fin era ilustrar el discurso del ministro de Hacienda. Al proponer un nuevo patriotismo británico, Gordon Brown preguntó: "¿Y qué tenemos nosotros que equivalga al simbolismo nacional de una bandera en cada jardín?". Como tantas veces, estaba pensando en Estados Unidos, donde son muchas las casas particulares que exhiben de forma espontánea la bandera de las barras y estrellas. El que seguramente será nuestro próximo primer ministro añadió otro argumento: "Cuando la gente de centro-izquierda rechazó los símbolos nacionales, el Partido Nacional Británico trató de quedarse con la Union Jack... Nuestra reacción debería ser... decir que la bandera de la unión es la bandera de Gran Bretaña, no del PNB". Y concluyó: "Debemos proclamar que la bandera de la unión es, por definición, una bandera de tolerancia e inclusión".
En un plano intelectual, comprendo su argumento. No podemos ceder la bandera nacional británica a la derecha nacionalista, debemos "convertirla en algo nuevo". Pero, desde un punto de vista emocional, no puedo sumarme. Amo a mi país, pero la Union Jack me deja frío. Está demasiado asociada a los aspectos más anticuados, prosopopéyicos y chauvinistas de Gran Bretaña. Por muy prístina que sea, conserva el vago aroma de cerveza rancia en un casino de pueblo, una lloviznosa tarde de lunes. Los vergonzosos intentos de volver a impulsar la imagen de marca de la cool Britannia, con la Spice Girl Geri Haliwell cubierta por la Union Jack, me dejaron indiferente. ¿Y la atleta negra británica Kelly Holmes, que también se envolvió en la bandera después de sus dos medallas de oro en los Juegos Olímpicos? Es verdad que aquello sí dio escalofríos. Pero es la excepción que prueba la regla.
¿Será quizá que algunos de nosotros no somos susceptibles a las banderas? Cuando se dice que alguien "enarbola una bandera", suele tener un sentido peyorativo, y es por algo: a menudo va acompañado de muertes. Pero no sólo, y no siempre. Me emocionó profundamente el mar de banderas -naranjas, ucranias, polacas, europeas- que ondeaban los manifestantes en la plaza de la Independencia de Kiev durante la Revolución Naranja, que fue totalmente pacífica. También me conmovió ver cómo en Estados Unidos, los ciudadanos de a pie sacaron sus barras y estrellas en respuesta a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. (Lo cual no quería decir entonces, ni quiere decir ahora, que apoyaran la invasión de Irak, pese a que el Gobierno de Bush aprovechó aquella emoción patriótica con ese objetivo).
La cruz de San Jorge
Cada vez que vuelvo a Heathrow de un viaje al extranjero y, en ruta a través del campo, veo la sencilla cruz roja sobre fondo blanco que constituye la bandera de San Jorge, izada sobre una granja entre los árboles, mi corazón da un pequeño vuelco. Sí, ya sé que el granjero que muestra esa bandera seguramente es un furioso euroescéptico o, incluso, un partidario del PNB, pero no reacciono con la cabeza, sino con el corazón. El corazón tiene motivos que la razón desconoce.
Sin embargo, existen sólidos motivos históricos para mi rechazo a que la Union Jack presida en solitario una conferencia dedicada a redefinir la identidad británica. Si se repasa la historia de la bandera, se ve que ha estado íntimamente unida a la monarquía, el ejército, el imperio, la identidad blanca y los prejuicios contra la Europa continental. Decir que no es más que un "delantal de carnicero", como hizo un apasionado nacionalista escocés, es claramente injusto. Pero no cabe duda de que representa una versión de lo británico construida -como han estudiado la historiadora Linda Colley y otros- a base de concebir a los europeos continentales (sobre todo, los franceses) y a los pueblos colonizados de África y Asia como los Otros cuya existencia nos define.
Paul Gilroy ha popularizado la frase "no hay ningún negro en la Union Jack". He intentado encontrar un equivalente para los europeos continentales, también excluidos de la bandera, y se me ha ocurrido que "no hay ningún Jacques en la Union Jack". Pero resulta que no es del todo cierto. Una de las etimologías posibles de la palabra Jack dentro del nombre de la enseña deriva de cómo firmaba el padre original de la bandera de la unión, el rey Jacobo VI de Escocia y I de Inglaterra: Jacques. (El Oxford English Dictionary dice que es una etimología poco creíble, aunque sí la considera digna de mención). Sin embargo, en los 400 años transcurridos desde que se presentó la primera versión de la Union Jack -que entonces sólo consistía en una combinación de la cruz escocesa y la inglesa-, en 1606, en Gran Bretaña siempre se ha considerado que representaba lo contrario de todo lo relacionado con cualquier maldito Jacques del continente. Sobre todo, si el Jacques en cuestión se apellida Chirac.
Contenido positivo
Entonces, ¿deberíamos desechar los británicos nuestra bandera nacional y diseñar una nueva, como ha hecho el British Council con su logotipo? Eso sería ridículo. El mundo entero conoce ese trozo de tela con cruces rojas, blancas y azules. Ha servido para hacer el bien tanto como para hacer el mal. Desecharla dividiría al país. No; como propone Gordon Brown, debemos hacer todo lo posible para llenarla de contenido positivo, tolerante e integrador. Pero además debemos hacer otra cosa.
La clave para que sobrevivan las libertades en el mundo actual es asumir múltiples identidades. Una de las cualidades características de la identidad británica es que ejemplifica, e incluso necesita, esas múltiples identidades. Todo británico es al mismo tiempo algo más. Yo soy también inglés, Gordon Brown es además escocés, el famoso periodista de la BBC John Humphrys es además galés, la atleta Kelly Holmes es británica de origen jamaicano, sir Iqbal Sacranie es británico y musulmán, y así sucesivamente. Gran Bretaña es una cosa peculiar, teóricamente imposible y confusa en la práctica, pero magnífica: una nación de cuatro naciones. A la que se han añadido muchas más etnias y culturas. Como sugeríamos al presentar la candidatura de Londres para 2012, somos pioneros mundiales en hacer compatibles distintas identidades.
No creo que un uso más extendido de la Union Jack suscite más solidaridad nacional entre los británicos. Desde luego, nunca será para nosotros lo que las barras y estrellas son para los estadounidenses. Pero, si queremos reforzar nuestra identidad nacional mediante un trozo de tela en un poste, ¿por qué no tener, en vez de uno, muchos? Junto a la Union Jack, debemos izar nuestras banderas locales: la de la ciudad, la de la escuela, el equipo, el club, la universidad, tal vez el condado o la región. Y la bandera de San Jorge, si somos ingleses, o el Saltire (la cruz de San Andrés) si somos escoceses, o el dragón de Gales, o la cruz de San Patricio. Y, si nos apetece, la bandera europea. Ésta suele ondear junto a la bandera nacional en casi todos los demás países de Europa. ¿Por qué no aquí? ¿Y por qué no añadir la bandera de la ONU, ya que estamos? ¿Les parecen demasiadas? Por supuesto. Cada uno tiene que elegir con cuidado dos o tres. Para expresar quiénes somos hoy los británicos, debemos exhibir más banderas o no exhibir ninguna.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El País
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